Noche tras noche el mismo
ritual. Recorre, a prisa, un viento premonitorio. Luego, envueltas en la oscuridad,
las nubes se agolpan y tropiezan entre sí. Se mezclan, se envuelven una con
otra, pierden sus límites, se electrizan. Las partículas de agua, se despiertan
con el encuentro y unas a otras, se abrazan en caída libre. Una, muchas, todas
ellas anunciando, en gran rumor, su nacimiento y partida. Cae la primera y
despierta, de pronto, al polvo dormido en el suelo. Se levanta una polvareda protestando
por el sueño trunco. Millones de gotas venidas del cielo acallan cualquier
motín asentando su poder y presencia.
Las nubes se desangran sin
remedio, viendo yacer su destino en charcos inertes. Toda la noche, ahogan su dolor
en profusas lágrimas y hondos suspiros. Hace unos segundos, reinas en las
alturas, ahora reptando por sucias calles.
Al amanecer, el sol, con sus
rayos y soberano poder, las devolverá al cielo. Para por las noches volver a
caer. El ciclo de nacer, morir y renacer para volver a morir se repite sin
cesar. Continuo, sin prisas.
Mientras el verano sea verano.
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