sábado, 11 de febrero de 2012

Mirada de mujer (o de Medusa que en este caso es lo mismo)


No fueron cupidas flechas sino una tierna mirada de Medusa que petrificó la existencia entera en el justo momento que, en acaramelada voz, un nombre se hizo hombre. Quedarse inerte, por siempre y para siempre, en aquel segundo sublime y eterno. No querer ni dejar liberarse del perpetuo encierro. No habiendo hechizo contrario tan poderoso. Nunca escuchar las palabras libertadoras del sí, acepto. Ser, apenas, un triste monumento al no correspondido amor. Un monolito, un monigote.
Pasar, literalmente, mitad de vida, sembrado en campo infértil de afectos. Tejiendo y destejiendo desdichas. Solo verla aparecer, sonreír apenas, para volver a irse sin poder ni saber retenerla. Otear en amplio horizonte el venir y partir de sus pasos, suspirarla en largas ausencias. Querer decir adiós y no tener labios; querer partir y los pies fundidos a enraizados recuerdos. El nunca irse.
El tiempo, el sol, la lluvia y el viento volvieron un cuerpo en un montículo de piedras para, luego terminarlo por pulverizar, junto a toda esperanza absurda y arrojar los restos a la nada. En medio de ella, cada partícula, va susurrando y llorando quedito quedito el nombre de la siempre ausente.


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