El cáliz está servido, la
bebida sagrada rebasando, tomarlo por los lados y acercarlo a la boca para
saborear el dulce néctar ahí guarecido. Beberlo sin pausas, sin prisas, la
savia de la vida eterna bajando en cálido torrente, avivando todo a su paso. Paladear
en cada gota, el brote escondido en enmarañado viñedo, tomar entre los dientes
la uva madura y hacer explosión de jugo y sabor. Adentrarse en las profundas entrañas de la tierra y degustar el sabor vivo de lo natural. Ser el néctar probado un volcán estremeciéndose en cada poro de la piel.
Tomar el pan, haciendo crujir
su fragilidad, separar las mitades, extendiéndolas a diestra y siniestra. Posar
los labios en su textura, sentir el calor del horno que lo forjó, percibir el
aroma, su esencia, caminar las laderas donde el trigo brotó, rozar las manos
por las espigas maduras, enredar los dedos en los granos, tomarlos, estrujarlos,
llevarlos a la boca y morder un pan sin nacer. Quedarse las manos llenas del aroma
a campo maduro, de naturaleza viva, de sol naciente. Probar la sal de las gotas
de sudor que arrancarán con hercúlea fuerza las mieses de los tallos. Es el
maná que da vida, que hace retornar a la tierra recién sembrada, la lluvia
recién caída.
Es la cena perfecta, pan y
vino, manjar de dioses. Elixir y alimento que en mesa cualquiera satisfacen
toda hambre humana y divina.
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